martes, 10 de mayo de 2011

Profeta

Desde ahí, se veía a tres personas deliberando, opinando un plano que luego deduje era el del mundo: un pergamino celeste en donde estaba trazada en azul una esfera, con su eje, sus paralelos y meridianos. Dos hombres sostenían el plano, cada uno en su respectivo extremo; entre ellos una mujer, de saco verde, pelo castaño, blanca de piel y ojos sombríos, levantaba una mano enérgica, acaso el ímpetu de su propuesta lo requería. El hombre de la izquierda enfocaba su mirada en una porción de la esfera, palpaba con su mano abierta un punto de ésta. El de la derecha estaba en sus propias cavilaciones, se dedicaba a observar, sin denotar con palabras o gestos una idea; aunque sus ojos, sombríos también, delataban una. Más allá vi la construcción de una gran muralla sinuosa, hecha de bloques gigantescos de piedra amarilla, franqueada por arcos en forma de herradura, arcos regulares, a distancias simétricas. Muy pocos bloques faltaban para terminarla, el trabajo más arduo estaba hecho: ceñir con uno de los recodos el mundo entero; el mundo que habitamos, la tierra. Y aquello era algo difícil de creer, porque el planeta era como una canica en el desierto; cualquiera que lo hubiera visto diría que alguien lo redujo a ser una porción mínima de otra tierra; idéntica a ella pero agigantada.

Pocas personas quedaban en el área de construcción; por sus atuendos, formales en general, induje que eran ingenieros. Daban estos señalamientos a operadores de gruas, operadores que no se veían, porque sólo alcanzaba a ver el mastil, la flecha de los aparatos.

Irónicamente, acaso para infundir terror en un arcaico habitante de la tierra, hacía ahí un día hermoso, con un sol cálido que proyectaba tenues las sombras, la de la muralla, la de mi planeta, la de los hombres sombríos. En el horizonte las nubes eran espesas, sobre un celeste de ensueño

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